jueves, 27 de marzo de 2014

Lucha incívica


  
    Malos tiempos. El descontento general hacia la clase política va más allá de la crisis que, parece, se va evaporando; el mosqueo nos corroe por un sentimiento de vulnerabilidad e impotencia ante la gestión de gobiernos que nos hunden, que nos hastían, nos despluman y vacilan. El cabreo crece más y más cuando vemos cómo nuestro dinero cae en manos de corruptos por doquier; que en el mejor de esos casos se invierte mal –cuando no sale de las arcas para el uso particular del mamón de turno–.

    He aquí la principal preocupación de los ciudadanos. Porque la crisis pasará, pero ¿en qué manos seguiremos estando? Lo malo, me pregunto si inevitable, es que en este ambiente de crispación nacional se ha perdido ya toda confianza en la clase política, la fe en nuestras instituciones ha menguado considerablemente y, lo más grave, se ha perdido la medida de dónde están los límites de la protesta y del papel ciudadano. Porque, en la búsqueda de nuestro rol hemos llegado a declarar una guerra con trincheras equivocadas.

    Reflexionemos. Los últimos acontecimientos de Madrid, ayer mismo en la Complutense –una de tantas–, el sábado en la manifestación del 22-M o hace unas semanas en el Gamonal de Burgos lo demuestran. Violencia, revuelta y lucha incívica. ¿Legítima? Rotundamente, no. Ya se sabe que, en todos estos episodios, los guerrilleros han sido una parte –sin embargo, y esto es lo alarmante, un considerable sector de la población los apoya o, sencillamente, los justifica–. A esto hemos llegado, a reclamar una democracia mejor mediante el juego antidemocrático. A pelear por la educación ocupando, quemando e imponiendo. A luchar contra el robo inmolando nuestro patrimonio urbano. Hemos entrado en la misma cancha de la gentuza a la que repudiamos.

    Muchos ya ni votan. Se nos han olvidado las masivas manifestaciones pacíficas y no nos aplicamos el reciente éxito de la recogida de firmas por la sanidad pública en Madrid. Hemos tocado fondo, en general, si apoyamos iniciativas como la de ‘Asalta el Congreso’ y no nos hierve la bilis al ver un policía apaleado. Perdemos legitimidad, lapidamos nuestra dignidad si no nos respetamos y miramos hacia otro lado mientras nuestros ¿representantes? barriobajeros queman y apedrean. Ahora que acabamos de despedir a Adolfo Suarez, acordémonos de su ejemplo, no sólo para reclamárselo a los aforados, sino también a nosotros mismos. Unidad, diálogo, consenso y, lo más importante, civismo.

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