Malos tiempos. El
descontento general hacia la clase política va más allá de la crisis que,
parece, se va evaporando; el mosqueo nos
corroe por un sentimiento de vulnerabilidad e impotencia ante la gestión de
gobiernos que nos hunden, que nos hastían, nos despluman y vacilan. El cabreo
crece más y más cuando vemos cómo nuestro dinero cae en manos de corruptos por
doquier; que en el mejor de esos casos se invierte mal –cuando no sale de las
arcas para el uso particular del mamón de turno–.
He aquí la principal
preocupación de los ciudadanos. Porque la crisis pasará, pero ¿en qué manos
seguiremos estando? Lo malo, me pregunto si inevitable, es que en este ambiente
de crispación nacional se ha perdido ya
toda confianza en la clase política, la fe en nuestras instituciones ha
menguado considerablemente y, lo más grave, se ha perdido la medida de
dónde están los límites de la protesta y del papel ciudadano. Porque, en la
búsqueda de nuestro rol hemos llegado a declarar una guerra con trincheras
equivocadas.
Reflexionemos. Los últimos
acontecimientos de Madrid, ayer mismo en la Complutense –una de tantas–, el
sábado en la manifestación del 22-M o hace unas semanas en el Gamonal de Burgos
lo demuestran. Violencia, revuelta y
lucha incívica. ¿Legítima? Rotundamente, no. Ya se sabe que, en todos estos
episodios, los guerrilleros han sido
una parte –sin embargo, y esto es lo alarmante, un considerable sector de la
población los apoya o, sencillamente, los justifica–. A esto hemos llegado, a reclamar una democracia mejor mediante el juego
antidemocrático. A pelear por la educación ocupando, quemando e imponiendo.
A luchar contra el robo inmolando nuestro patrimonio urbano. Hemos entrado en
la misma cancha de la gentuza a la que repudiamos.
Muchos ya ni votan. Se nos
han olvidado las masivas manifestaciones pacíficas y no nos aplicamos el
reciente éxito de la recogida de firmas por la sanidad pública en Madrid. Hemos tocado fondo, en general, si apoyamos
iniciativas como la de ‘Asalta el Congreso’ y no nos hierve la bilis al ver un
policía apaleado. Perdemos legitimidad, lapidamos nuestra dignidad si no
nos respetamos y miramos hacia otro lado mientras nuestros ¿representantes?
barriobajeros queman y apedrean. Ahora que acabamos de despedir a Adolfo Suarez, acordémonos de su
ejemplo, no sólo para reclamárselo a los aforados, sino también a nosotros
mismos. Unidad, diálogo, consenso y, lo más importante, civismo.
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