viernes, 26 de abril de 2013

#Redsocialismo



   Imagínese un inmenso océano lleno de información. Un oleaje constante, segundo a segundo, de mensajes escritos por infinidad de personas, reales o ficticias. Una ventana abierta sin horizonte, inagotable fuente de datos, enlaces y nombres. Twitter despegó como red social vanguardista, basada en el microblogging y, en poco más de un año, pasó a formar parte del día a día de millones de usuarios en todo el mundo. Y ocurre que Twitter, además de una herramienta imprescindible para el marketing y la comunicación, plataforma de negocio y fuente de información, se ha convertido en el canal del Redsocialismo, un hábito de vida social hasta hace poco tiempo desconocido.

   Así, Twitter ha ido ocupando, como un relámpago, una posición más que relevante en la forma de vivir macrocomunicados, lo que no escapa a ojos de nadie, ni siquiera para los que no tuitean. De ahí que haya favorecido la capacidad informativa y de organización en Redsocialismo, una práctica que no entiende de edades, nacionalidad o pensamiento. La ciudadanía mundial vive en Twitter; globalización a cascoporro. Y ahí estamos todos, cómodamente. Interaccionando, como suele decirse, compartiendo ideas, información, generando discusión, apoyando o condenando causas de todo tipo. Pendientes de lo que ocurre, enjuiciando a diestro y siniestro, retuiteando y requetetuiteando con más entusiasmo que compromiso.

   Esto viene dado por la llamada democratización de la comunicación: libertad con pocos límites y ciertas lagunas legales para la expresión de todos. Útil y positivo cuando, ya se ha visto, ha servido para abrir los ojos, cohesionar, tomar conciencia y compartir: el activismo de calidad. Un paso atrás, probablemente, cuando la irresponsabilidad y la falta de criterio han dado lugar a mareas de todos los signos que, sin aportar absolutamente nada, han manchado la libertad de demagogia y populismo. Al Redsocialismo todavía le queda oxígeno y no está claro si morirá cuando llegue la siguiente revolución de la comunicación social. Pero, mientras, se echa en falta algo de inteligencia para no entrar a la deriva en la tempestad que, cada día, inunda Twitter de infoxicación y #hastags grotescos.

   Y no hablamos de nada nuevo. Un problema de toda la vida, con la fugacidad de las nuevas tecnologías. Esto es, el rebote indefinido de información no contrastada, el otorgar crédito a fuentes inexactas o contaminadas, el seguimiento a ciegas de personalidades inventadas y escondidas tras un pseudónimo, el borreguismo de marchar tras una bandera artificial, la violencia, el insulto o la calumnia, por ejemplo. El activismo comodón de apoyar causas en 140 caracteres sin levantarse del sofá o la silla. El hablar por hablar, la mediocridad y la generalización. La falta de conciencia, en definitiva, que hace del Redsocialismo en ocasiones una práctica odiosa, cuando bastaría un poco de reposo y sesera para convertirla en un arma digna. 

domingo, 21 de abril de 2013

Escribiendo al natural

Fotografía: yucatan.com

   La columna es como la faena a un toro bravo, desde los primeros pases de probatura hasta la estocada que lo abate. Del viejo oficio de la lidia del cornúpeta, de la gallardía del matador valiente y su vergüenza torera, mucho puede aprender un columnista con sus trastos -la pluma o la tecla-. Sobre un fondo blanco, que podría imaginarse del color del albero, se suceden las suertes de enfrentarse a cualquier tema, con la palabra como trapo y que, dijo Peralta, engaña al toro sin mentir. Esto es, con verdad. Arrimándose y echando la pata palante, leyendo lo que cada realidad tiene dentro, interpretando y mostrándolo con torería. Construyendo una serie de juicios que, en su conjunto, pintan un todo lleno de reflexiones.

   Por ello, un diestro columnista ha de ser valiente a la hora de plantarse ante una idea, mirarla fijamente y citarla. Enroscándose con ella, con hondura. Ahí comienza la lidia, queriendo jugar con la embestida que, sea cual sea la historia, siempre ha de aprovecharse, sin prejuicios, sorteando las miradas y los vicios que el texto tiene. Y por ambos pitones, como se debe torear, sin dejar una virtud o defecto en el aire. Con ritmo, con compás, no sea que el público se amuerme, pasando de un párrafo a otro como el torero rodea a su enemigo, dejando que este tome aire, pero sin que se acabe. Y con pellizco, intercalando golpes que hagan que surja la emoción y la música, si la hubiere.

   Columnistas hay a patadas, como tipos de columna y temas que tratar. Lo mismo pasa con los estilos de torear y las faenas, sin que existan dos idénticas, como no hay dos toros gemelos. Cuestión de gustos. La columna, como cualquier faena, lleva impresa el alma de quien la escribe, su momento y sus circunstancias. Y el estilo, que fluye con armonía o a trompicones, artísticamente o con rudeza, emocionante o aséptico. He ahí la personalidad del columnista que, seguro, moverá a sus seguidores –y sus contrarios- como tantos toreros lo han hecho. ¿O acaso no existió el Umbralismo? Por ello, es tan importante el estilo, algo difícil de lograr y que, con frecuencia, suscita debates sobre influencias en la tauromaquia escrita de cada uno.

   Total, que se llega al final de la faena, el último arrimón. Falta el remate, la suerte suprema que da la gloria o la arrebata. Porque todo ha podido ir rodado, transmitiendo emoción y captando la atención del lector, que ha ido saltando de párrafo, siguiendo el discurso de los muletazos pero aquí, en unas pocas palabras, todo puede irse al garete. Injusto, a veces. Y pasa que, como en el ruedo, no todos los columnistas coronan sus faenas con la estocada certera, colocando esa pieza clave de un texto que debe invitar a releerse. Lidiar la palabra es difícil. Y hay cornadas, aunque con estas nadie se juegue el pellejo, pero curten y hacen al columnista más torero en un arte en el que, como en la lidia, hay que parar, templar y mandar.

sábado, 6 de abril de 2013

Corona a la parrilla



   Vivimos en el país de los chispazos. Tierra apasionada y enardecida, aunque no menos paciente y sufridora. España, país impulsivo, jaleoso, en el que somos aficionados a formar alboroto, cantar un himno, tirar dos piedras y desaparecer a la hora del puchero. Vieja España, en la que siempre nos ha costado aprender y reaccionar con perspicacia a nuestras propias ruinas. Pueblo pícaro y puñetero que, en cuanto huele a pólvora, se abalanza sobre la cuestión adjudicando santidad o vileza, sentenciando por intuición y dando crédito a las fuentes de confianza habituales, sea el vecino, la frutera, el gurú de la radio, político de cabecera o la portada de su bíblico diario. Así funciona el chascarrillo de cada mañana. Paro, crisis, culebrón o fútbol se convierten en temas de un cónclave en horario laboral salvo, claro está, para los que de verdad lo sufren –y que, a menudo, suelen tratar las cosas con más prudencia, por entenderlas-.

   Y así vienen pasando las semanas, con un país revuelto por las joyas de la Corona: la hija menor y su marido. Del Duque del talonmano parece haber pocas dudas, a día de hoy, sobre sus méritos para conseguir dos nuevas medallas: la de mangante y torpe bandido, por dejar un rastro en el que ha demostrado de todo menos elegancia y dignidad merecedora de tan alto título. Circo este, sazonado con la imputación fallida de la Infanta, tras la que no tardaron en saltar las alarmas sobre un rescate oficial a la Casa Real y, por contra, la clásica teoría de la conspiración masónica. Mil y un argumentos, divertidos todos, que sorprende leer y escuchar cuando se vierten con la seguridad del mismísimo testigo directo cuando, lo que es seguro, es que aquí nadie sabe nada. Bueno, sí, precisamente los que callan, como siempre.

   En España, ya sabemos, dentro de la democrática división de poderes, existe, a su vez, la subdivisión del poder judicial en los tribunales y el pueblo que, a pie de calle o en los medios de comunicación, defiende o ataca la versión que le conviene. Y la sentencia, que llegará cuando tenga que llegar, siempre podrá ser aceptada o no. ¡Faltaría más! Total, que está cayendo una buena sobre la Casa del Rey y, una vez más, se ha puesto la corona a la parrilla. El Caso Nóos, está pesando como una losa sobre la institución, formada por siete miembros, a los que muchos pretenden meter en el mismo saco. Nada más injusto, si miramos a la intachable Sofía –cuya vida no desearía para mí-, Felipe y Letizia, o Elena –otra por la que no me cambiaría-. Y el Rey, ese hombre que, digo yo, no se habrá ganado la admiración internacional, el cariño diplomático y el respeto político aquí –hasta de los que lo fingen- por casualidad.

   Los escándalos de Urdangarín y la Infanta, aún sin resolver, han agudizado posiciones a favor o en contra de la Casa Real. Y, curiosamente, han hecho sonar la sirena tricolor –poco entendible, pues no parece coherente que la idea republicana dependa de un eslabón corrupto, así como la idea demócrata es sólida, esté quien esté-. Republicano o monárquico, digo yo, se será siempre y salvo en casos extremos –este no lo es, y más teniendo en cuenta que vivimos en la monarquía más discreta, responsable y admirada del mundo actual, guste o no-. Tener paciencia, parece lo recomendable. Y, antes de poner la corona a la parrilla, hacer gala de prudencia ante la suposición y el chisme. El republicano siempre podrá querer otro sistema, lo que es compatible con no emitir juicios equivocados o tratar a la Familia Real al más puro estilo decimonónico. Así como, el monárquico, siempre podrá defender la institución, asumiendo que sus miembros sean tratados en consecuencia de sus actos. Y ya está.

martes, 2 de abril de 2013

Una semana renaciendo



   Venía en el tren esta mañana, de camino a Madrid, cuando descubrí una gotita de cera agarrada a la manga de mi jersey. Como aquella solitaria gota de cera, escondida entre la solería de calle Larios, que nombraba Banderas en su pregón y que se resistía a desaparecer. Junto a ella, vine mirando por la ventana del vagón, recordando, a medida que me iba alejando, intentando situar imágenes, personas, sonidos y sensaciones en los espacios que me han trasladado, durante una semana, a la cuarta dimensión del paso de las cofradías. O a la quinta, la de mi estación de penitencia. Así vengo desde el sábado, a ratos, dando vueltas a tanta sobrecarga de vivencias. No hubo día más propio para el cambio de hora, adelantándonos en la noche hacia la Resurrección, alargando el paso en una hora hasta la Pascua. Domingo tranquilo, sin procesión y, por tanto, sin sentido alguno para aquellos que no ven más allá de un puñado de varales, pero feliz. Un año más, en la meta.

   Gloriosa meta, independientemente del agua que, a más de uno, parece pesarle demasiado en su balance, sin acordarse ya de aquel desastroso año 2011. Factura asequible, que a mí, particularmente, me ha dejado un regusto definitivo de excelencia. Qué duda cabe ya de que nos encontramos en medio de un feliz renacimiento cofrade y que, desde hace algunos años, elevamos nuestra Semana Santa a altas cotas de refinamiento, aun a costa de caer, a veces, en la globalización y las modas. Y este es el punto en el que, cuando miramos atrás y recordamos los hechos que nos sorprendían, vemos hoy constancia y normalidad. Esplendor es la palabra, a pesar de la larga lista de reformas pendientes, elementos que pulir y hábitos a eliminar. Y aquí no cabe sino compararnos con nosotros mismos, sin necesidad de trasladarnos varias décadas atrás. Es la evolución natural que, gracias al perfecto equilibrio, en muchos casos, de la experiencia y la savia nueva, nos lleva al momento que vivimos.

   Así, podemos repasar, una a una, todas las salidas viendo cómo se van consolidando horarios, redondeándose casi todas las jornadas. Volvimos a contemplar un nuevo goteo de estrenos que caen sobre la balanza, con gran peso, hacia un patrimonio definitivamente asentado. Y, cada año, un paso más. Por el cuidado en cada detalle, el saber estar y la búsqueda de la perfección en unos cánones asumidos, lo que va calando en un público que va tomando conciencia de ello, a pesar de las tristes excepciones. Con su cara y su cruz, repitiéndose el vaivén de disfraces pululando por la calle, pero con cada vez más personas con su bolsa y el cartón bajo el brazo. Con desacertadas intervenciones en medios y trasnochados formatos de retransmisión, pero con nuevas aportaciones para una cobertura auténticamente cofrade. Con alborotos populistas, pero con algún silencio más, que suma, y mucho. Y, así, con todo lo demás. Mucho foco todavía, pero cada vez más cirio.

   Y, en la música: el clímax. La cumbre jamás alcanzada en Málaga de un nivelazo sonoro, especialmente en las bandas de toda la provincia, que han hecho las delicias de propios y extraños, ayudando a contemplar con profundidad lo que tenían delante, por la calidad en cada nota y repertorios escogidos con especial tino. Así las cosas, la lista de momentos para no perderse cada día va engordando, poco a poco, hacia una intensidad sin precedentes, en todas las jornadas, para disfrutar de una Semana Santa cada vez más plena, sin renunciar a su esencia. Esto es lo que, paulatinamente, está desplazando decepciones y hastíos hacia un ilusionante renacimiento, providencial, en algunos casos y que, a pesar de todo lo mejorable, incluso lo infame, nos hace mirar hacia 2014 con más ilusión que nunca. Y aunque la vida, para mí, no se resume en una semana, mentiría si negase que esa semana me da la vida.