Ser andaluz y
vivir fuera, ofrece a uno la curiosa y caleidoscópica perspectiva de qué se
piensa la gente que es Andalucía, tanto los que la conocen como los que ni la
han pisado y, mis preferidos, los que ni siquiera sitúan las ocho provincias.
Lo que resulta fascinante si se vive en Madrid, donde la mezcla total de
procedencias le da mayor guasa al asunto. Porque la capital es ese caldero,
repleto de gente de aquí y de allá, donde cualquiera encuentra su casa y casi ningún
madrileño acredita más de dos o tres generaciones de ascendentes nacidos aquí.
En este escenario de zarzuela, el tópico salta enseguida. ‘Lo andaluz’, ‘el
andaluz’, que suele ser tan recurrente como hablar de vascos y catalanes, por representar
los perfiles más estereotipados de este país.
Y como suele
pasar cuando se alude al tópico, se falla. De lo que uno se da cuenta es que,
por aquí, ‘lo andaluz’ se contempla desde un punto de vista de amor-odio, de
distinta proporción, según el caso, siendo los dos extremos, uno pa jartarse de reir y, el otro, también.
La idea más tremendamente tópica, la más costumbrista, quizás, es la de la
reunión de amigos sentados a la sombra, cerveza en mano y patillas al viento,
discerniendo sobre la vida mientras los demás trabajan, rodeando una mesa con
mantel de lunares ante una pared encalada. Suena, por supuesto, compás de
bulerías y se suceden chistes pronunciados con el acento más sagerao. Es decir, los andaluces son
vagos, graciosos, rancios, sabelotodo, incultos, superficiales y rezuman arte por los cuatro costaos. Y, aunque los
haya que se esfuercen en dar esa impresión, nada más lejos de la realidad. En
este sentido, los japoneses, por ejemplo, suelen quedarse mejor con la esencia
de lo que se vive de Despeñaperros pabajo.
Será por la falta de prejuicios.
El discurso
sociológico de ‘lo andaluz’, prosigue por la crítica o la exaltación de las
romerías y ferias, el carnaval, la Semana Santa, los toros o el flamenco.
Curiosamente, festivo todo ello, lo que nos lleva rápidamente a completar la
escena de la reunión de amigos vestidos de corto, de costalero, de luces o de
comparsista, rellenando de números rojos el calendario. Y, efectivamente, todo
conforma la ‘marca Andalucía’, si bien no es compartido, ni mucho menos, por
todos los andaluces y, además, transcurre en los días de playa, montaña o
viajes del resto de los españoles –los que no estén, precisamente, junto a los
andaluces disfrutándolo, que no son pocos-. Esa marca que es malinterpretada,
en parte, por culpa de los propios andaluces, que tenemos esa manía del buen
humor y reírnos de nuestros defectos. Con el matiz, por cierto, de que lo
exageramos todo.
La respuesta,
fácil. Todo ese cuento de hadas surge de la televisión, de lo que se dice o lo
que se imagina y no se contrasta con la historia de Andalucía que, lógicamente,
se desconoce, junto a su legado cultural. Por eso, no se cae en la cuenta de
que es absurdo pensar que en Andalucía no sólo no se trabaje, sino que se
trabaje poco -¿quién te atiende en vacaciones, artista?-. Que se lo digan a los
hombres y mujeres del campo, por ejemplo, o a los emigrantes. Por eso, no se
entiende que acento no es sinónimo de intelectual –como pasa en el interior, y
en el industrializado e ilustrado norte- y que la gracia es patrimonio del
gracioso –lo que no tiene nada que ver con el
arte-. Y, por eso, no se conoce que en Andalucía hay gente saboría –aséptica-, vanguardista -¿de
dónde era Picasso?-, arrítmica, atea y antitaurina. El resto, me lo reservo.
Así, el que tenga curiosidad, podrá descubrirlo en Huelva, Cádiz, Málaga,
Granada, Almería, Sevilla, Córdoba o Jaén. O en los libros de historia, de
arte, de política, de música, de todo.