Vivimos en el
país de los chispazos. Tierra apasionada y enardecida, aunque no menos paciente
y sufridora. España, país impulsivo, jaleoso, en el que somos aficionados a
formar alboroto, cantar un himno, tirar dos piedras y desaparecer a la hora del
puchero. Vieja España, en la que siempre nos ha costado aprender y reaccionar
con perspicacia a nuestras propias ruinas. Pueblo pícaro y puñetero que, en
cuanto huele a pólvora, se abalanza sobre la cuestión adjudicando santidad o
vileza, sentenciando por intuición y dando crédito a las fuentes de confianza
habituales, sea el vecino, la frutera, el gurú de la radio, político de
cabecera o la portada de su bíblico diario. Así funciona el chascarrillo de
cada mañana. Paro, crisis, culebrón o fútbol se convierten en temas de un
cónclave en horario laboral salvo, claro está, para los que de verdad lo sufren
–y que, a menudo, suelen tratar las cosas con más prudencia, por entenderlas-.
Y así vienen
pasando las semanas, con un país revuelto por las joyas de la Corona: la hija menor y su marido. Del Duque del talonmano parece haber pocas dudas, a día de hoy, sobre sus méritos
para conseguir dos nuevas medallas: la de mangante y torpe bandido, por dejar
un rastro en el que ha demostrado de todo menos elegancia y dignidad merecedora
de tan alto título. Circo este, sazonado con la imputación fallida de la
Infanta, tras la que no tardaron en saltar las alarmas sobre un rescate oficial
a la Casa Real y, por contra, la clásica teoría de la conspiración masónica.
Mil y un argumentos, divertidos todos, que sorprende leer y escuchar cuando se
vierten con la seguridad del mismísimo testigo directo cuando, lo que es
seguro, es que aquí nadie sabe nada. Bueno, sí, precisamente los que callan,
como siempre.
En España, ya
sabemos, dentro de la democrática división de poderes, existe, a su vez, la
subdivisión del poder judicial en los tribunales y el pueblo que, a pie de
calle o en los medios de comunicación, defiende o ataca la versión que le
conviene. Y la sentencia, que llegará cuando tenga que llegar, siempre podrá
ser aceptada o no. ¡Faltaría más! Total, que está cayendo una buena sobre la
Casa del Rey y, una vez más, se ha puesto la corona a la parrilla. El Caso Nóos,
está pesando como una losa sobre la institución, formada por siete miembros, a
los que muchos pretenden meter en el mismo saco. Nada más injusto, si miramos a
la intachable Sofía –cuya vida no desearía para mí-, Felipe y Letizia, o Elena
–otra por la que no me cambiaría-. Y el Rey, ese hombre que, digo yo, no se
habrá ganado la admiración internacional, el cariño diplomático y el respeto
político aquí –hasta de los que lo fingen- por casualidad.
Los
escándalos de Urdangarín y la Infanta, aún sin resolver, han agudizado
posiciones a favor o en contra de la Casa Real. Y, curiosamente, han hecho sonar
la sirena tricolor –poco entendible, pues no parece coherente que la idea
republicana dependa de un eslabón corrupto, así como la idea demócrata es
sólida, esté quien esté-. Republicano o monárquico, digo yo, se será siempre y
salvo en casos extremos –este no lo es, y más teniendo en cuenta que vivimos en
la monarquía más discreta, responsable y admirada del mundo actual, guste o no-.
Tener paciencia, parece lo recomendable. Y, antes de poner la corona a la
parrilla, hacer gala de prudencia ante la suposición y el chisme. El
republicano siempre podrá querer otro sistema, lo que es compatible con no
emitir juicios equivocados o tratar a la Familia Real al más puro estilo
decimonónico. Así como, el monárquico, siempre podrá defender la institución,
asumiendo que sus miembros sean tratados en consecuencia de sus actos. Y ya
está.
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