sábado, 6 de abril de 2013

Corona a la parrilla



   Vivimos en el país de los chispazos. Tierra apasionada y enardecida, aunque no menos paciente y sufridora. España, país impulsivo, jaleoso, en el que somos aficionados a formar alboroto, cantar un himno, tirar dos piedras y desaparecer a la hora del puchero. Vieja España, en la que siempre nos ha costado aprender y reaccionar con perspicacia a nuestras propias ruinas. Pueblo pícaro y puñetero que, en cuanto huele a pólvora, se abalanza sobre la cuestión adjudicando santidad o vileza, sentenciando por intuición y dando crédito a las fuentes de confianza habituales, sea el vecino, la frutera, el gurú de la radio, político de cabecera o la portada de su bíblico diario. Así funciona el chascarrillo de cada mañana. Paro, crisis, culebrón o fútbol se convierten en temas de un cónclave en horario laboral salvo, claro está, para los que de verdad lo sufren –y que, a menudo, suelen tratar las cosas con más prudencia, por entenderlas-.

   Y así vienen pasando las semanas, con un país revuelto por las joyas de la Corona: la hija menor y su marido. Del Duque del talonmano parece haber pocas dudas, a día de hoy, sobre sus méritos para conseguir dos nuevas medallas: la de mangante y torpe bandido, por dejar un rastro en el que ha demostrado de todo menos elegancia y dignidad merecedora de tan alto título. Circo este, sazonado con la imputación fallida de la Infanta, tras la que no tardaron en saltar las alarmas sobre un rescate oficial a la Casa Real y, por contra, la clásica teoría de la conspiración masónica. Mil y un argumentos, divertidos todos, que sorprende leer y escuchar cuando se vierten con la seguridad del mismísimo testigo directo cuando, lo que es seguro, es que aquí nadie sabe nada. Bueno, sí, precisamente los que callan, como siempre.

   En España, ya sabemos, dentro de la democrática división de poderes, existe, a su vez, la subdivisión del poder judicial en los tribunales y el pueblo que, a pie de calle o en los medios de comunicación, defiende o ataca la versión que le conviene. Y la sentencia, que llegará cuando tenga que llegar, siempre podrá ser aceptada o no. ¡Faltaría más! Total, que está cayendo una buena sobre la Casa del Rey y, una vez más, se ha puesto la corona a la parrilla. El Caso Nóos, está pesando como una losa sobre la institución, formada por siete miembros, a los que muchos pretenden meter en el mismo saco. Nada más injusto, si miramos a la intachable Sofía –cuya vida no desearía para mí-, Felipe y Letizia, o Elena –otra por la que no me cambiaría-. Y el Rey, ese hombre que, digo yo, no se habrá ganado la admiración internacional, el cariño diplomático y el respeto político aquí –hasta de los que lo fingen- por casualidad.

   Los escándalos de Urdangarín y la Infanta, aún sin resolver, han agudizado posiciones a favor o en contra de la Casa Real. Y, curiosamente, han hecho sonar la sirena tricolor –poco entendible, pues no parece coherente que la idea republicana dependa de un eslabón corrupto, así como la idea demócrata es sólida, esté quien esté-. Republicano o monárquico, digo yo, se será siempre y salvo en casos extremos –este no lo es, y más teniendo en cuenta que vivimos en la monarquía más discreta, responsable y admirada del mundo actual, guste o no-. Tener paciencia, parece lo recomendable. Y, antes de poner la corona a la parrilla, hacer gala de prudencia ante la suposición y el chisme. El republicano siempre podrá querer otro sistema, lo que es compatible con no emitir juicios equivocados o tratar a la Familia Real al más puro estilo decimonónico. Así como, el monárquico, siempre podrá defender la institución, asumiendo que sus miembros sean tratados en consecuencia de sus actos. Y ya está.

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