domingo, 21 de abril de 2013

Escribiendo al natural

Fotografía: yucatan.com

   La columna es como la faena a un toro bravo, desde los primeros pases de probatura hasta la estocada que lo abate. Del viejo oficio de la lidia del cornúpeta, de la gallardía del matador valiente y su vergüenza torera, mucho puede aprender un columnista con sus trastos -la pluma o la tecla-. Sobre un fondo blanco, que podría imaginarse del color del albero, se suceden las suertes de enfrentarse a cualquier tema, con la palabra como trapo y que, dijo Peralta, engaña al toro sin mentir. Esto es, con verdad. Arrimándose y echando la pata palante, leyendo lo que cada realidad tiene dentro, interpretando y mostrándolo con torería. Construyendo una serie de juicios que, en su conjunto, pintan un todo lleno de reflexiones.

   Por ello, un diestro columnista ha de ser valiente a la hora de plantarse ante una idea, mirarla fijamente y citarla. Enroscándose con ella, con hondura. Ahí comienza la lidia, queriendo jugar con la embestida que, sea cual sea la historia, siempre ha de aprovecharse, sin prejuicios, sorteando las miradas y los vicios que el texto tiene. Y por ambos pitones, como se debe torear, sin dejar una virtud o defecto en el aire. Con ritmo, con compás, no sea que el público se amuerme, pasando de un párrafo a otro como el torero rodea a su enemigo, dejando que este tome aire, pero sin que se acabe. Y con pellizco, intercalando golpes que hagan que surja la emoción y la música, si la hubiere.

   Columnistas hay a patadas, como tipos de columna y temas que tratar. Lo mismo pasa con los estilos de torear y las faenas, sin que existan dos idénticas, como no hay dos toros gemelos. Cuestión de gustos. La columna, como cualquier faena, lleva impresa el alma de quien la escribe, su momento y sus circunstancias. Y el estilo, que fluye con armonía o a trompicones, artísticamente o con rudeza, emocionante o aséptico. He ahí la personalidad del columnista que, seguro, moverá a sus seguidores –y sus contrarios- como tantos toreros lo han hecho. ¿O acaso no existió el Umbralismo? Por ello, es tan importante el estilo, algo difícil de lograr y que, con frecuencia, suscita debates sobre influencias en la tauromaquia escrita de cada uno.

   Total, que se llega al final de la faena, el último arrimón. Falta el remate, la suerte suprema que da la gloria o la arrebata. Porque todo ha podido ir rodado, transmitiendo emoción y captando la atención del lector, que ha ido saltando de párrafo, siguiendo el discurso de los muletazos pero aquí, en unas pocas palabras, todo puede irse al garete. Injusto, a veces. Y pasa que, como en el ruedo, no todos los columnistas coronan sus faenas con la estocada certera, colocando esa pieza clave de un texto que debe invitar a releerse. Lidiar la palabra es difícil. Y hay cornadas, aunque con estas nadie se juegue el pellejo, pero curten y hacen al columnista más torero en un arte en el que, como en la lidia, hay que parar, templar y mandar.

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