Cuarenta
locos días tiene la loca Cuaresma, como solía llamarla Lola Carrera. Un mes y diez dorado de todo cofrade que, para
el famoso cuaresmero, supone la
maratón de tomar contacto, un año después, recabar datos y desempolvar el
uniforme kofrade. Cuarenta locos días
que, nada más lejos de su sentido estricto, se han convertido en una prisa
constante, que dificulta hallar la pausa necesaria para la reflexión propia de
esto que, no escape, es tiempo de digestión profunda, gota a gota. Asistir a la
vorágine de la loca Cuaresma como observador, hace a uno perder la noción del
tiempo. Los cultos se diluyen en un torrente de actos entre los que,
curiosamente, se han vuelto a producir sinsentidos mientras que algún hito,
finalmente, se ha tenido que suspender. La Cuaresma tiene su ironía.
Lástima,
porque si dibujamos un calendario y encajamos cada cita, nos encontramos en una
misma categoría cosas tan distintas, que hasta espanta verlas escritas con el
mismo nombre. Hay pregones y hay pregones. Hay carteles y hay carteles. Pero,
claro, esta sobrecarga difumina peligrosamente la frontera de un sentido que
pocos identifican hoy. Curiosamente, se han desdoblado, multiplicado y
complicado toda clase de actos, mientras que siguen existiendo cultos 2x1 o 3x1 -de regalo, la función principal-, porque somos capaces de
pasar media tarde en un auditorio, pero aguantamos poco en un banco de madera. Y
no hay tiempo para todo, en estos cuarenta locos días, aunque estamos
informados al segundo, incluso antes, ‘gracias’ a más de una exclusiva. Loca
Cuaresma, en la que aparece una cobertura mediática que, tristemente, se
marchitará con el desmontaje de la tribuna, quedando los de siempre.
Todo apunta,
pues, a cierto desequilibrio en la balanza. Sencillos cultos, frente a barrocos
eventos, con un despliegue protocolario únicamente equiparable a las bodas
reales. Etiqueta –mal llamada, por cutre-, frente a improvisada liturgia. Y los
traslados (suspiro). Todo ello, de asistencia voluntaria, ¡faltaría más! Pero, a
veces, puede preocupar qué imagen se da. Entre los cuarenta días en el desierto
y los cuarenta días en esta especie de fitur,
hay un término medio, un punto de equilibrio deseable entre culto y ocio. Sí,
ocio. Y, la clave de esa mesura, la tenemos dentro. Por ejemplo, en la
proliferación de la lectura del Vía Crucis. En el polo opuesto, incomprensibles
y estrambóticas procesiones anticipadas en la periferia que, sencillamente, ¿a cuento
de qué salen a la calle?
Cada uno
busca cordura en esta loca Cuaresma. Una Cuaresma de vida en hermandad,
perfectamente compatible con el capilleo
para visitar cultos y montaje de tronos, previo café y torrija. Cuaresma que no
se entendería sin el Vía Crucis de
antorchas o la exposición de Puerta
Oscura. Sin música, en conciertos o en el Parque. Sin el pregón de la
juventud de la Humildad o la presentación de un obra relevante, exposición o
conferencia. Cuaresma que se enriquece con programas de radio, televisión y
suplementos y que, discreta y felizmente, ve callejear más de una parihuela de
ensayo. Hay muchas piezas que encajan, sólo es cuestión de escoger en una
escala de valores en la que, además de la tertulia, debe tener cabida, fundamentalmente, la
oración.