miércoles, 20 de marzo de 2013

Volver a empezar


La luz más esperada. Llegó el momento.


De camino a la cita. Aquí es donde me gustaría que fuese, pienso.


Está lejos. De aquí viene, de aquí me gustaría que partiese.


Y aquí llego, un año más. Misma ilusión, nueva sonrisa. Volver a empezar.

viernes, 15 de marzo de 2013

El dardo en la palabra


   Existen vocablos con veneno. En esto de las cofradías, hay algún que otro término tomado por algunos como pecaminoso palabro, a menudo tabú en conversaciones cofradieras. La palabra paso levanta ampollas en Málaga, tras su escritura o pronunciación, y todo aquel que se atreva a usarla es tomado por no pocos como hereje. ¡Qué novedad! Entiéndase la ironía. Cuántas y cuántas veces habremos asistido o participado a un cónclave sobre la etimología de las andas procesionales, debatiendo arduamente sobre la conveniencia o no de llamarlas paso, en lugar de trono. Un tema que se pierde en décadas de vida cofrade, apoyado o condenado por la visión histórica, desde la costumbre o la morfología. ¿Tiempo perdido?

   Es de esas discusiones que, por más tiempo que pase, siempre vuelve a saltar para entretenimiento de algunos. Incombustible. Es llegar la Cuaresma y aparecer, junto al asunto de los traslados, la vela rizada o el pulso. No falla. Trascendencia que bien podríamos cuestionar, sobre todo si nos preguntamos ¿de qué sirve dedicarle, si quiera, un segundo más? En cualquier caso, de lo que no cabe duda es que todos nos entendemos, aunque no vamos a negar que puede ser una provocación, como desproporcionada la irritación que produce este dardo en la palabra. Mire, que cada uno diga lo que le salga del lirio. Y que, en cada casa, decidan si conviene o no quitar un manto de flores, montar una flor de cera o llamar a Dolores por su nombre.

   Una hermandad es mucho más que una palabra. Y, las cosas, mucho más que su procedencia. Cómo si no se explica la pasión provocada en Málaga por el izquierdazo, el doble paso o el pulso aliviao, como tantas y tantas cosas que, con leve o ninguna oposición, se han adaptado y asumido únicamente cuestionadas por gustar o no al personal. Pero esta es otra historia, esto es el morbo de toda la vida. El cosquilleo de decir paso y la fugacidad de tuitear la condena, con colmillo afilado. Es el dardo, en una maldita palabra que no bajará de temperatura, por más candelabros de cola, tocados macarenos o crucetas trianeras que veamos, y que únicamente será sustituida del código penal cofrade cuando veamos un llamador atornillado al frontal de un canasto.

   Cuarenta días dan para mucho y hay mucho de qué hablar, aunque no siempre sea lo esencial de lo que se charle en tertulias o medios de comunicación. Y, desde luego, el uso de paso no encaja en el orden del día. Me pregunto si en 2050 seguiremos con estos mosqueos, sentando cátedra sobre si el Cristo de Mena es más Cristo de Mena con legionarios o sin ellos. Cansino debate, este de los tronos y su denominación al que, ni siquiera, ahora que lo pienso, merecen la pena estos cuatro párrafos. Y que me perdone Lázaro Carreter por usurparle vilmente su título. Por cierto, ¿acaso alguien necesita traducción cuando lee “no toquen los pasos”? Es posible que, a más de uno, lo que le entren sean ganas de refregar la mano y, eso sí, santiguarse después.

domingo, 10 de marzo de 2013

Cuarenta locos días


   Cuarenta locos días tiene la loca Cuaresma, como solía llamarla Lola Carrera. Un mes y diez dorado de todo cofrade que, para el famoso cuaresmero, supone la maratón de tomar contacto, un año después, recabar datos y desempolvar el uniforme kofrade. Cuarenta locos días que, nada más lejos de su sentido estricto, se han convertido en una prisa constante, que dificulta hallar la pausa necesaria para la reflexión propia de esto que, no escape, es tiempo de digestión profunda, gota a gota. Asistir a la vorágine de la loca Cuaresma como observador, hace a uno perder la noción del tiempo. Los cultos se diluyen en un torrente de actos entre los que, curiosamente, se han vuelto a producir sinsentidos mientras que algún hito, finalmente, se ha tenido que suspender. La Cuaresma tiene su ironía.

   Lástima, porque si dibujamos un calendario y encajamos cada cita, nos encontramos en una misma categoría cosas tan distintas, que hasta espanta verlas escritas con el mismo nombre. Hay pregones y hay pregones. Hay carteles y hay carteles. Pero, claro, esta sobrecarga difumina peligrosamente la frontera de un sentido que pocos identifican hoy. Curiosamente, se han desdoblado, multiplicado y complicado toda clase de actos, mientras que siguen existiendo cultos 2x1 o 3x1 -de regalo, la función principal-, porque somos capaces de pasar media tarde en un auditorio, pero aguantamos poco en un banco de madera. Y no hay tiempo para todo, en estos cuarenta locos días, aunque estamos informados al segundo, incluso antes, ‘gracias’ a más de una exclusiva. Loca Cuaresma, en la que aparece una cobertura mediática que, tristemente, se marchitará con el desmontaje de la tribuna, quedando los de siempre.

   Todo apunta, pues, a cierto desequilibrio en la balanza. Sencillos cultos, frente a barrocos eventos, con un despliegue protocolario únicamente equiparable a las bodas reales. Etiqueta –mal llamada, por cutre-, frente a improvisada liturgia. Y los traslados (suspiro). Todo ello, de asistencia voluntaria, ¡faltaría más! Pero, a veces, puede preocupar qué imagen se da. Entre los cuarenta días en el desierto y los cuarenta días en esta especie de fitur, hay un término medio, un punto de equilibrio deseable entre culto y ocio. Sí, ocio. Y, la clave de esa mesura, la tenemos dentro. Por ejemplo, en la proliferación de la lectura del Vía Crucis. En el polo opuesto, incomprensibles y estrambóticas procesiones anticipadas en la periferia que, sencillamente, ¿a cuento de qué salen a la calle?

   Cada uno busca cordura en esta loca Cuaresma. Una Cuaresma de vida en hermandad, perfectamente compatible con el capilleo para visitar cultos y montaje de tronos, previo café y torrija. Cuaresma que no se entendería sin el Vía Crucis de antorchas o la exposición de Puerta Oscura. Sin música, en conciertos o en el Parque. Sin el pregón de la juventud de la Humildad o la presentación de un obra relevante, exposición o conferencia. Cuaresma que se enriquece con programas de radio, televisión y suplementos y que, discreta y felizmente, ve callejear más de una parihuela de ensayo. Hay muchas piezas que encajan, sólo es cuestión de escoger en una escala de valores en la que, además de la tertulia, debe tener cabida, fundamentalmente, la oración.

viernes, 1 de marzo de 2013

El silencio



   Hace unos días, decía que ‘el silencio es a Málaga como la nieve’. Ciudad ruidosa, una algarabía. Y suele pasar que, cuando más se necesita eliminar toda esa bulla sonora, en cualquier momento, la abstracción resulta tarea casi imposible aunque, a veces, el jaleo da una tregua y se entra en una dimensión prácticamente desconocida. Pero si se camina, de madrugada o al amanecer, por el centro o el paseo marítimo, resulta que la ciudad habla, tiene voz. Y surge la música de los propios pasos, del romper de las olas, del reloj de la Catedral o el revoloteo de las palomas. Campanas, fuentes o aire.

   Con el silencio se traspasa un velo, adentrándose en uno mismo. El silencio deja cruzar, mejor dicho, acerca y envuelve un sinfín de sonidos que, paradójicamente, no sólo no lo entorpecen sino que le dan más sentido y profundidad. El silencio se hace más valioso cuanto más se descubre a partir de él; cuando se reflexiona o se reza. Cuando cobran vida sonidos que, desgraciadamente, no estamos acostumbrados a oír, mucho menos a escuchar. Y esto es lo que ocurre, habitualmente, en Semana Santa. En la que la penitencia no es salir de penitente, sino ser penitente en un mar de estridencias.

   El paso de una cofradía ofrece un sinfín de sonidos no sintonizados. La mayoría de ellos, tópicos a los que se alude en la mayoría de pregones y exaltaciones y que, curiosamente, suelen pasar absolutamente inadvertidos. Algunos, incluso, desconocidos. Se nombran porque no se entiende la Semana Santa sin ellos, son parte de su música pero, sin embargo, es la banda sonora ignorada de casi cualquier procesión. Incluso, me atrevo a decir, hasta las marchas forman a veces parte de ella, cuando el público charlotea, cuando la tribuna ovaciona, cuando el comentarista no calla. Claro, se tuvo que inventar la saeta por megafonía.

   Pero, menos mal, hay momentos durante la Cuaresma o la Semana Santa en que, de una u otra manera, el silencio aparece y, con él, ese repertorio abstracto de incomprendidos sonidos. Y es, en esos momentos, cuando más nos adentramos en la teatralidad de la escena, cuando verdaderamente digerimos el significado de lo que contemplamos, cuando podemos escuchar el eco de nuestra oración, perdiéndose tras el paso de un trono. En ese instante, cuando la soledad es posible, nos hacemos preguntas y nos olvidamos de lo accesorio. Lástima que sea tan poco habitual, aunque su exclusividad lo hace todavía más especial. Y con el silencio me topé, al inicio de la Cuaresma y con él espero encontrarme en unos días. Ojalá.