Suele decirse
que un puñado de adineradísimas personas podría, con su patrimonio, atajar los
males del mundo. De cuando en cuando, la prensa publica estudios en los que se
apunta a cierto número de fortunas que acabarían varias veces con el hambre, o
a boyantes empresarios que podrían eliminar el déficit de nuestras maltrechas
arcas. En cualquier conversación salta la crítica al poderoso, porque vive
ajeno a las miserias terrenales. Y, por
norma general, se habla del millonario, incluso, como responsable de las
desgracias ajenas. El malo, para entendernos, que va desde el mismísimo diablo,
propietario de la multinacional, al ‘entacao’ más cercano que, por lo menos,
nos hace desconfiar.
El deber del
millonario es solucionar los problemas. Darlo todo. Luego, si afirmamos esto,
estamos dejando el mundo en sus manos. –Ya lo está-, dirán algunos. Y un
carajo. He ahí la postura del comodón de hoy, que echa balones fuera
adjudicando responsabilidades a diestro y siniestro, sin asumir nada en
absoluto, con la excusa insignificante de ser un sencillo ciudadano incapaz de
nada. –Toda la culpa es del rico, del político y del banquero-, nada más lejos
de la realidad. La cuestión es la falta de conciencia del papel que jugamos en
la sociedad, porque no vivimos como tal, sino sumidos en un individualismo
feroz.
Me pregunto
si existirá algún estudio de cuántas veces se acabaría el hambre si, cada
ciudadano con una renta aceptable, diese un euro al día para la causa. Pero, lo
fácil, es echar cuentas con la fortuna de los poderosos, a los que, por cierto,
no escatimamos en comprar todo lo que producen. ¿No somos, acaso, una
proyección de su imagen en una escala inferior? Vivimos mirando hacia arriba,
cuando bastaría ojear a nuestro alrededor para descubrir que hay mucho que
hacer, y mucho al alcance de la mano. No sólo eso que llaman caridad, sino un
término algo más desconocido, la conciencia social.
En esta
historia, el público asigna los papeles, caracteriza a los personajes, adjudica
bien o mal a un número de personas y se sienta a contemplar cómo transcurre una
obra en la que son, simple y llanamente, espectadores. En parte, porque
quieren. Y, al salir del teatro, no hacen sino imitar lo que han visto mientras
lo condenan. Al fin y al cabo, lo que la sociedad intenta es llegar a ser esos
que tanto critica, en la medida de sus posibilidades. Y los critican por una evidente
razón: envidia. La persona sencilla, sincera y humilde –de corazón, que no de
cartera-, no vive preocupada por los ricos, sino por los que le rodean. Por
eso, recuerdo aquella frase de película: “¿Por qué habría que cambiar a un
tirano que está a tres mil millas, por tres mil tiranos que están a una milla
de aquí?”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario