miércoles, 23 de enero de 2013

El deber del millonario



   Suele decirse que un puñado de adineradísimas personas podría, con su patrimonio, atajar los males del mundo. De cuando en cuando, la prensa publica estudios en los que se apunta a cierto número de fortunas que acabarían varias veces con el hambre, o a boyantes empresarios que podrían eliminar el déficit de nuestras maltrechas arcas. En cualquier conversación salta la crítica al poderoso, porque vive ajeno a las miserias terrenales. Y, por norma general, se habla del millonario, incluso, como responsable de las desgracias ajenas. El malo, para entendernos, que va desde el mismísimo diablo, propietario de la multinacional, al ‘entacao’ más cercano que, por lo menos, nos hace desconfiar.

   El deber del millonario es solucionar los problemas. Darlo todo. Luego, si afirmamos esto, estamos dejando el mundo en sus manos. –Ya lo está-, dirán algunos. Y un carajo. He ahí la postura del comodón de hoy, que echa balones fuera adjudicando responsabilidades a diestro y siniestro, sin asumir nada en absoluto, con la excusa insignificante de ser un sencillo ciudadano incapaz de nada. –Toda la culpa es del rico, del político y del banquero-, nada más lejos de la realidad. La cuestión es la falta de conciencia del papel que jugamos en la sociedad, porque no vivimos como tal, sino sumidos en un individualismo feroz.

   Me pregunto si existirá algún estudio de cuántas veces se acabaría el hambre si, cada ciudadano con una renta aceptable, diese un euro al día para la causa. Pero, lo fácil, es echar cuentas con la fortuna de los poderosos, a los que, por cierto, no escatimamos en comprar todo lo que producen. ¿No somos, acaso, una proyección de su imagen en una escala inferior? Vivimos mirando hacia arriba, cuando bastaría ojear a nuestro alrededor para descubrir que hay mucho que hacer, y mucho al alcance de la mano. No sólo eso que llaman caridad, sino un término algo más desconocido, la conciencia social.

   En esta historia, el público asigna los papeles, caracteriza a los personajes, adjudica bien o mal a un número de personas y se sienta a contemplar cómo transcurre una obra en la que son, simple y llanamente, espectadores. En parte, porque quieren. Y, al salir del teatro, no hacen sino imitar lo que han visto mientras lo condenan. Al fin y al cabo, lo que la sociedad intenta es llegar a ser esos que tanto critica, en la medida de sus posibilidades. Y los critican por una evidente razón: envidia. La persona sencilla, sincera y humilde –de corazón, que no de cartera-, no vive preocupada por los ricos, sino por los que le rodean. Por eso, recuerdo aquella frase de película: “¿Por qué habría que cambiar a un tirano que está a tres mil millas, por tres mil tiranos que están a una milla de aquí?”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario